Era una época en la que gente prefería más tener niños que mascotas y que el estudio tenía un valor especial, porque la educación no era un negocio y los maestros y profesores tenían vocación para enseñar, para aconsejar, para disciplinar, y todo eso estaba por encima de cobrar el salario cada quince días. En aquél entonces la disciplina estaba por encima de los protocolos y la figura del maestro imponía respeto.
En aquella época, los “viejitos” no estorbaban y las personas mayores de 40 años eran todavía cien por ciento productivas y encontraban trabajo porque no eran descartadas por la edad, sino valorados por su productividad y conocimiento.
Era una época en que los jóvenes salían muy temprano a buscar su destino, y no dormían hasta las 11 de la mañana, para levantarse luego a exigir un rico desayuno, mientras buscan la fórmula mágica, o el truco de convertirse en millonarios pero sin trabajar.
Era un mundo donde comunicarse con alguien a la distancia requería de una carta, un telegrama o un teléfono público, pero no éramos esclavos ni de la carta, ni del telegrama ni del teléfono público; no teníamos que caminar con la cabeza agachada pendientes de lo que nos mostrara un aparato, porque teníamos la dicha de ver a la gente a los ojos, de dialogar, de expresar amor y amistad sin tener que esperar a que alguien nos pusiera un like.
No sé en qué momento el mundo tuvo un vuelco tan grande. No sé en qué momento dejamos de pensar y nos volvimos autómatas. No sé en qué momento perdimos el sentido de la importancia, y nos dejó de importar todo lo importante.
Hoy muchas personas todavía conservan los principios y valores que les inculcaron sus padres y sus abuelos, por eso no se puede generalizar, pero son vistos como “raros”, en una sociedad que se niega a entender que una persona vale por lo que es, y no por lo que tiene.
Qué dicha que ya me acerco a los 60 y que muy pronto me señalarán como un “viejillo” necio y nostálgico; pero no me importa, porque no quiero ser de los que viven pensando tanto en el mundo exterior que olvidan su mundo interior; ese que vale, que te permite conocer lo que realmente eres y te define como persona; ese que está más allá de lo que diariamente ves cuando te paras frente al espejo, y lo más importante, ese que te acerca a un Dios maravilloso al que pese a mi edad, apenas estoy empezando a descubrir.
No debemos esperar a que el mundo cambie, mientras no cambiemos nosotros; cambia tu manera de pensar y cambiará tu manera de vivir; pero el mundo no va a cambiar mientras no cambie el corazón del hombre y no entendamos que partiremos de esta vida, sin ni siquiera la milésima parte de la milésima parte, de la milésima parte de un grano de arena.